Del prólogo de Felipe González
«Me encontré a Santos como periodista que se ganó al mismo tiempo, a mitad de los años ochenta, el Premio Internacional de Periodismo Rey de España y la animadversión de Daniel Ortega por unas crónicas sobre la situación de Nicaragua que, vistas hoy, parecerían una premonición. Casi al mismo tiempo habíamos tenido un encuentro con la familia de El Tiempo, en una finca cercana a Bogotá, auspiciado por el presidente Betancur, que había ejercido de periodista en ese medio y vivía con dolor lo que él creía incomprensión del periódico ante sus esfuerzos en la búsqueda del diálogo para llegar a la paz. Betancur creía que sus amigos no lo comprendían. Sus amigos se quejaban de que él no les explicaba lo que estaba haciendo. Ambas cosas eran verdad, pero no quiero deslizarme hacia ese diálogo con el libro que tantos recuerdos me trae. Mi mochila está llena de esas anécdotas que pueden llevarnos a la digresión, desde la presidencia de Betancur hasta la actualidad.
Juan Manuel Santos trabajaba desde lo que llamamos sociedad civil, con políticos, empresarios, sindicatos, universidades, intelectuales y actores de la compleja trama del conflicto colombiano. Sabía, por sí mismo y por nuestra relación con García Márquez, que yo estaba siempre dispuesto a echar una mano a Colombia, al margen de que ocupara o no posiciones de poder institucional. Sus esfuerzos desde esa posición se veían interrumpidos cuando aceptaba alguna responsabilidad de gobierno. Ocurrió cuando fue ministro de Comercio Exterior del presidente Gaviria, dignidad con la que tuve ocasión de recibirlo en 1992 en la Exposición Universal de Sevilla, en representación del mandatario colombiano, quien no asistió por afrontar la situación generada por la fuga de Pablo Escobar de la cárcel de La Catedral. O más tarde, en la segunda mitad del periodo del presidente Pastrana, cuando se hizo cargo del Ministerio de Hacienda en la grave crisis de esa época.
Recibí en Madrid a Juan Manuel Santos y a García Márquez cuando estaba ya fuera del gobierno, en la segunda mitad de los noventa. Era durante la tormentosa presidencia de Ernesto Samper, comprometido —como los anteriores que siguieron a Betancur— con la búsqueda de la paz, pero con un margen de maniobra estrecho por circunstancias que el libro relata con claridad. El esfuerzo no tuvo continuidad en ese momento. Samper no conocía lo que se estaba haciendo y —creo que con razón— se sintió ninguneado como jefe del Estado y lo hizo saber.
Debo aclarar que García Márquez era irreductible en su deseo permanente de encontrar un camino hacia la paz y la reconciliación entre los colombianos. Su ánimo, su esperanza, renacía con cada nueva presidencia en Colombia, fuera esta la de Betancur, la de Gaviria, la de Pastrana, la de Uribe, pasando por todas las demás. El Gabo hablaba con todos los interlocutores posibles en el tablero del conflicto y me pedía que yo lo hiciera, por difícil y complicado que fuera. Por eso sentí tanto que cuando llegó el momento de la firma del acuerdo de paz con las Farc, él ya no estuviera».